13 de febrero de 2024

No arrugo

Llevo en mi frente 

estos surcos 

por los que 

llevan toda una vida 

corriendo

mis asombros

y enojos

y risas

y miradas

tan intensas

que se vuelven poemas

profundos


como estos surcos

que llevo en mi frente.


9 de enero de 2024

Oficio

 No soy

una escritora de oficio


No me puedo sentar a escribir

un cuento

una historia

un relato

porque sí.


Yo escribo

porque no tengo opción.


Porque es urgente.


Porque no tengo otra forma

de tramitar lo que me pasa.


Porque no tengo otra forma

de hacer que las cosas pasen

se vayan.


Y más ahora, que no menstrúo.


Extraño ese motivo para llorar.


Extraño la circularidad de las emociones.


Ahora soy impredecible.


Podría ajustarme a la luna.


Pero para eso la tengo que mirar.


Y lo que me pasa, está muy adentro.


En la cueva.


En el útero de mi razón.


Sólo me queda escribir.


Sin ningún oficio.


Tiempoamor

Abro mi tablet 

conecto el teclado

y trato de recordar una idea 


mi hijo se sienta a mi lado 

saca su cuaderno de inglés

y hace su tarea


lo miro

veo sus diez años

y contrasto 

con el recuerdo que me trajo Facebook 

esta mañana


me aferro todos los días a los facerecuerdos

-acaricio ese tiempo 

que no sé por dónde se fugó-



tras el cristal empañado de mi mirada

me brotan abrazos 

-pero los contengo

              no lo quiero asustar-

y lo miro

a él 

y a las hormonas que amanecen 

en ese grano nuevo. 



A lo lejos escucho el mugir tortuoso de unas vacas


es la primera vez que las oigo

desde que nos vinimos a vivir 

al pueblo


y las siento claro y distinto

como esta nostalgia

por el bebé suave que ya nunca más será el mismo.



Él se acerca

lee lo que acabo de escribir

con un tono despreocupado

“yo también escuché los muuuu muuuu mamá”

y sigue avanzando en la lectura.


¿por qué hacés poemas tan tristes, mamá?


y yo sólo lo abracé

porque creo que nunca tendré otra respuesta para darle.

 

Manos enormes

 Mi papá tenía unas manos enormes


las vi afilando cuchillos

en la carnicería durante mi infancia


las vi amasando la carne para las hamburguesas

algún sábado después de mi clase de baile


las vi dándole forma a las tortafritas

para su carribar a la vera de la ruta


y las ví sopapeando las prepizzas

que revendía por los comercios de Paraná.


Pero también las vi tocándole las tetas a una mujer:

¿te puedo tutear? le decía y ella se reía mientras él la tocaba canturreando tú tú


(a mí siempre me pareció muy desubicado)


y cerrándose frente a cualquiera 

para empezar una pelea


(a mi siempre me dio miedo)


y flojas sobre el volante

mientras manejaba medio borracho


(y yo agarrada de la manija, lista para saltar).


Pero nunca voy a olvidar

aquella mano derecha abierta

viniéndose hacia mi cara

subrayando un “callate”


y yo no me callé nada

pero lo atajó mi abuela, desde atrás


(nunca se me borrará esa imagen)


y siempre me pregunto

qué hubiera pasado

si ella no estaba ahí 


Ya está muerto como para preguntar

pero todo lo demás, sí lo hizo


(con esas manos enormes).


Hoyuelos

Los hoyuelos no querían escaparse del rostro de Alejandra. Hacía mucho que sus abuelos entrerrianos no venían a visitarla a Buenos Aires. Doña Valeria la abrazaba con fuerza y la hamacaba, diciéndole casi sin voz “pobrecita, mi niña”. Don José, con un gesto mínimo acarició el cabello dorado de su nieta mientras veía a Cristina rellenando un bolso con las cosas de Juan. Y Marcelo, su hermano cinco años mayor, miraba la televisión para evitar toda esa escena que ya entendía de pé a pá.

Alejandra se fue a poner el traje de baile clásico para mostrarle a la visita cómo era la coreografía del Lago de los Cisnes que unas semanas atrás había interpretado en un teatro de la capital. Ella, aún sabía controlar cada milimétrico rincón de ese cuerpo que recién tenía diez años: se deslizaba con los pies en punta, los brazos arqueados, cruzados por delante del pecho, el mentón estilizado. Hasta se podía entrever el hilo que ella creaba por sobre su cabeza para lograr crecer unos centímetros más.

“Después le mostrás”, decía la madre mientras renegaba con el cierre del bolso y doña Valeria le decía “no, dejala, que me muestre ahora, pobrecita ella, ¿qué culpa tiene”? Y la miraba con unos ojos enormes y llenos de lágrimas que la nena interpretaba como emoción. En ese momento, llegó la tía Azucena con su marido Paco y su hija Estrella, unos años menor que Alejandra, pero muy cercanas a la hora del juego y las confidencias. Azucena y Estrella esperaron a que terminase la función mientras Paco se fue afuera con Juan a conversar. Cuando la nena terminó, todos aplaudieron, Estrella la abrazó y le dijo que la buscaban para ir al Parque Sarmiento. “Pero están mis abuelos de Entre Ríos”, dijo Alejandra y los abuelos le dijeron que igual ellos ya se iban en un ratito, que disfrute y vaya con la prima a pasear, pero que antes les dé un abrazo grande grande.

A la nena le encantaban los abrazos de sus abuelos, porque, al tenerlos lejos, era más el tiempo que los extrañaba que el que los podía sentir. Y mientras los abrazaba, con los hoyuelos doliéndole en la cara por tanta felicidad, le dijeron que lo salude al papi ya que viajaría con ellos a Entre Ríos. Alejandra, sin pensarlo, fue y lo abrazó como siempre y, con la emoción de ir al parque, nunca jamás pudo recordar si hubo en ese abrazo algo diferente o alguna palabra específica. Sólo la subieron al auto, con algo de ropa para cambiarse, y se fue a pasar una tarde más con su prima como casi todas las semanas en el último tiempo.

Al regresar, la vida le había cambiado para siempre. Le había cambiado abruptamente para siempre y el recuerdo del Lago de los Cisnes se transformaba en un mar de lágrimas. Dejó la danza clásica. Después comenzó patín. Necesitaba el vértigo de la velocidad azotándole la cara y los porrazos en las rodillas. Con el tiempo, empezó a competir y eligió a Piazzolla como la banda sonora de esas coreografías que interpretaba con el alma, porque sólo los bandoneones lograban traducir con exactitud esa eterna nostalgia por los hoyuelos que arrastraba por el resto de sus días.